Por: Diana Bustos
Como muchas otras capitales que buscan desarrollarse, era lógico pensar que Bogotá debía ser vista también como un destino ideal para emprender una transformación urbana, económica y social. Sin embargo, para mediados de los años noventa, el mundo veía otra cara de la ciudad: una Bogotá marcada por los estigmas del conflicto, la inseguridad y la desconfianza.
Pero entre los cerros orientales, las librerías del centro, las construcciones históricas, los festivales gratuitos y una vibrante escena artística alternativa, existía una ciudad distinta. Una ciudad que resistía. Que creaba. Que soñaba con una versión mejor de sí misma.
Con la llegada del nuevo siglo, Bogotá comenzó a reencontrarse consigo misma. Mientras Colombia avanzaba hacia la paz, la ciudad florecía con bibliotecas públicas en barrios populares, ciclorrutas que tejían nuevos recorridos ciudadanos, y festivales como Rock al Parque que se convertían en emblemas de su vida cultural. Bogotá empezaba a reconocerse diferente. Empezaba a creerse posible.
Una ciudad que se atrevió a soñar en grande
Y así, en 2006 nació Invest in Bogotá, una apuesta valiente por enamorar al mundo de una ciudad que comenzaba a enamorarse de sí misma. Con un puñado de profesionales convencidos de que Bogotá merecía otra historia, la agencia echó a andar. Algunos venían de formarse en el exterior y decidieron quedarse —o regresar— para construir desde aquí. Uno de ellos fue Virgilio Barco Isakson, el primer director ejecutivo, acompañado por Boris Wullner, Mónica Ramírez, Juan Pablo Mier, Lina Gutiérrez, y muchos otros que pusieron su talento y corazón al servicio de una causa: creer en Bogotá.
Ese primer año, Invest in Bogotá logró atraer 137 millones de dólares en inversión extranjera directa y facilitó la creación de más de 3.600 empleos. Bogotá empezaba a dejar de ser vista como un riesgo y comenzaba a ser reconocida como un lugar para quedarse, para emprender, para vivir.
Con el respaldo de la Cámara de Comercio de Bogotá, entonces liderada por María Fernanda Campo, y la alcaldía de Luis Eduardo Garzón, la agencia se convirtió en símbolo de una alianza público-privada sin precedentes en Colombia. Una muestra de que cuando se cree en lo que se tiene, es posible crear instituciones que rescatan el potencial y proyectan un futuro mejor.
Enamorarse de Bogotá fue, ante todo, un acto de fe. Las cifras —los montos en inversión, los miles de empleos, los más de 120 contactos empresariales— fueron evidencia del impacto. Pero detrás de cada logro, había algo más poderoso: la convicción de que esta ciudad tenía algo que decirle al mundo, y que ese relato debía empezar por casa.
Para atraer a otros, había que creerse el cuento. Había que mirar más allá del caos, creer en lo propio, reconocer el valor de nuestra gente, de nuestras calles, de nuestras ideas. Porque Bogotá no solo es la suma de sus problemas: es, sobre todo, la suma de sus posibilidades.
Hoy, casi dos décadas después, podemos decir que aquella apuesta —la de fundar Invest in Bogotá— fue también una declaración de amor por esta ciudad. Un gesto de confianza, de visión y de esperanza. Y como todo acto de amor auténtico, transformó.